jueves, 18 de diciembre de 2014

SALVADOR NO SALVÓ A NADIE





 Varias razones para acabar con todo






No hay muerte natural: nada de lo que sucede al hombre es natural puesto que su sola presencia pone en cuestión al mundo. La muerte es un accidente, y aun si los hombres la conocen y la aceptan, es una violencia indebida.

Simone de Beauvoir



Salvador no salvó a nadie es el segundo montaje estrenado del colectivo Familia Repudio. Luego de su ópera prima Las TraJedias se las dejamos a Shakespeare, que tuvo gran aceptación tanto en el público porteño como fuera de él, Stefany Duarte escribe y dirige su segunda obra, que se caracteriza entre otros aspectos por su espectacularidad, actuaciones notables que rayan en un nivel de caracterización extremo, jugando entre el límite de la verosimilitud y la caricatura, además de un lenguaje y estética deconstructivistas en lo que respecta a convencionalismos de todo tipo, en especial aquellos que refieren a nuestra idiosincrasia chilena.

En Salvador no salvó a nadie vemos a una familia extremadamente pobre, donde podemos reconocer cuantiosos aspectos que nos identifican como sociedad: arribismo, sedentarismo, ignorancia cultural, bullying familiar, individualismo, el fanatismo enceguecido por figuras y prácticas políticas, televisivas y cibernéticas.

Es la historia de una familia integrada por tres hermanos: Una pastera embarazada (Camila Acevedo) que ya tiene un hijo del que se habla pero nunca vemos, un travesti con sida (Francisco Valdivia) y la hermana mayor (Dominique Aravena) que parece ser la cabecilla de la familia; además, está la madre con alzhéimer (Paola Vásquez) y un padre al que tampoco vemos. Las relaciones son cotidianas, pudiendo estar presentes en cualquier familia, algunas instancias más extremas que otras, pero nada que supere la realidad.

A través de una escenografía, utilería y vestuario específicos, se aprecia una propuesta estética que refleja lo tétrico que pueden llegar a ser los convencionalismos, sobre todo, al considerarlos imposiciones de una forma de vida admitida, una manera de estar en el mundo ideal, ejemplar, pero que en la mayoría de los casos es irrepetible o bien, está fuera del alcance de los chilenos o en general de los seres humanos. Porque siempre habrán mas pobres que ricos, más empleados que jefes, así se movilizan las aspiraciones del ser humano contemporáneo, focalizadas en alcanzar el estatus de aquél que tiene el poder; poder que por lo demás se cimenta en la dimensión de un poder adquisitivo, económico, de consumo.

De modo que el universo poético de Salvador no salvó a nadie, se tiñe de esta atmósfera donde todo lo que representa tiene que ver con esta aspiración hacia el poder adquisitivo. Aspiraciones que jamás se cumplen en esta ficción, lo cual lleva a los personajes a refugiarse en la religión, la droga y/o adicciones de cualquier tipo, las figuras de televisión, un partido político… en fin, cualquier entidad que inspire algún tipo de salvación. Salvador que en este caso es precisamente Salvador Allende, pero que podría ser cualquiera, éste es una excusa para hablar de la miseria de los personajes.

Las palabras de Cristo como las de Marxs, finalmente no han sido más que deseos. Y cualquier elaboración equivocada del ser humano de estos deseos volverá a ser percibida como prácticas erróneas. Pero mantendremos nuestra fidelidad a la ficción que las proponen. Pareciera entonces que sólo en los espacios de ficción se pueden materializar los deseos sociales de pensamiento.[1]

Lo interesante es el quiebre que provoca el personaje de Juana (Dominique Aravena) quien desde una postura escéptica se convierte en mártir de la ficción. La figura femenina expuesta desde su fortaleza primigenia, en un contexto donde la figura masculina se ve adormecida tras el cuerpo de un travesti arribista que sueña con la fama y la fortuna (Francisco Valdivia). El hombre está pero no está, en esta historia familiar, es el padre o el niño de quien hablan pero que nunca vemos. No obstante hay una madre (Paola Vásquez) que es también la abuela con alzhéimer, otra hija, más caprichosa y desentendida, obsesionada con la idea de un pasado que ya no existe, vestida con un piyama de bebé tamaño gigante, a través de la cual, se encarna una generación marcada por la dictadura y la pérdida de un líder. La relación de la familia con esta madre surge de manera muy similar a la que se puede apreciar en el film Goodbye Lenin! de Wolfgang Becker.

Por otra parte, La Flaca (Camila Acevedo), la otra hermana, encarna todos los vicios y decadencias de una sociedad absorbida por la mezcla entre las influencias televisivas y la calle. Ante todo este panorama, hay un sentido feminista que se explora a través de Juana, la única mujer de la familia, que decide - literalmente de armas tomar- valiente, ser la mártir que representa la única esperannza ante un contexto como el descrito.

Es por medio del diseño integral y las composiciones originales de la Ominosa Banda, que se aprecia la espectacularidad de este montaje, donde un funeral disfrazado de bodas de oro de los padres, es la excusa para generar la participación activa tanto de los espectadores, como de los músicos que integran la Ominosa banda (Gabriela Cáceres, Martín León, Lautaro Castro). Un padre omnipresente que para entonces ya está muerto, es el gran secreto de esta familia. Una infidencia de la que todos los presentes estamos enterados menos la madre con alzhéimer. Es una situación horrible, sin embargo todos somos partícipes de esta fiesta triste y decadente con tal de esconder lo sucedido y que ya no se puede revertir. Un secreto tan turbio que como espectador cuesta un poco entender, ya que en términos dramatúrgicos es un tanto confuso, no obstante, la tensión que logran los actores a partir de la situación inesperada como es la muerte de un integrante del hogar, genera la catarsis inevitable, humana. Existe algo oculto en cada familia, y aunque muchas veces se pretenda barrer el secreto debajo de la alfombra, este en algún momento se destapa y el polvo acumulado nos atraganta con la cruda realidad.

La necesidad del colectivo Familia Repudio por deconstruir convencionalismos morales, éticos, religiosos, tradicionales, actuales y/o estructurales que nos identifican como una sociedad inserta en un modelo neoliberal, que está lejos de encarnar el desarrollo progresista que profesa,  se refleja notoriamente en la insistencia de romper con la superstición del conocido cuadro de “El niño que llora” de Bruno Amadio. Este es un claro  ejemplo de lo expuesto anteriormente, al asumir el “riesgo” de que el “cuadro maldito” forme parte de la utilería de sus dos montajes, decisiones como esta demuestran dicha posición desafiante. Principalmente en el monólogo final de Juana, es donde podemos ver reflejado el discurso atípico del colectivo fundado en la necesidad de obviar ciertas convenciones, dejar de soñar tanto y accionar cuando realmente deseamos que algo cambie. Es una postura muy política, incluso anarquista, fuerte y feminista que concluye con una visión utópica de lo que podría suceder si un día nos decimos a terminar con “todo”.

L. C.

*Edición: Paz Francisca Soto



FICHA TÉCNICA

Obra: Salvador no salvó a nadie

Colectivo: Familia Repudio

Dirección y Dramaturgia: Stefany Duarte

Intérpretes: Camila Acevedo, Dominique Aravena, Paola Vásquez, Francisco Valdivia

Músicos: Martín León, Gabriela Cáceres, Lautaro Castro (Ominosa Banda)

Diseño Integral: Lucía Valenzuela, Stefany Duarte

Construcción escenográfica: Lucía Valenzuela, Familia Repudio y amigos

Técnicos: Lucía Valenzuela, Stefany Duarte

Fotografía: Claudia Santibañez

Audiovisuales: Cristian Muñoz, Claudia Santibáñez, Felipe Bello

Diseño gráfico: Macarena Abarca

Producción general: Dominique Aravena






[1] Ramón Griffero, La dramaturgia del espacio,  Ediciones Frontera Sur, Santiago de Chile, 2011, p. 42